En Añover de Tajo, cada 24 de agosto, las calles amanecían cubiertas de pólvora, tambores y ecos de trompetas. La diana del patrón no era solo una tradición: era un pacto silencioso que se repetía desde hacía siglos Nadie lo decía en voz alta, pero todos sabían que esa madrugada guardaba un secreto.
Entre las manos de Lucía, heredera de los viejos cofrades, brillaba un pequeño objeto que nunca había mostrado a nadie: una medalla de cobre ennegrecida, grabada con símbolos imposibles de descifrar. Su abuela siempre le había advertido que, llegado el día del patrón, debía llevarla al centro de la plaza mientras sonaban las primeras notas de la diana.
Lo que Lucía ignoraba era que aquella medalla no era un simple recuerdo: era la llave de una leyenda dormida bajo el pueblo, una que podía despertar con el estruendo de los tambores y el repicar de las campanas. Lucía se mezcló entre la multitud en la plaza.
El reloj marcaba las siete cuando tres cohetes estallaron en el cielo, abriendo la mañana como un trueno de fuego. La gente saltó de júbilo, los abrazos se multiplicaron y la charanga de los músicos de la localidad estalló en notas alegres que parecían sacudir cada piedra de Añover de Tajo.
El gentío comenzó a serpentear por las calles, bebiendo, bailando, derramando risas que se unían a los redobles de la banda. Durante tres horas, Lucía caminó con la medalla ardiendo contra su pecho, sintiendo cómo cada compás alimentaba una energía invisible, como si el propio pueblo danzara para mantener vivo un conjuro.
Cuando por fin la multitud regresó a la plaza, ya abarrotada , los músicos atacaron los acordes de la famosa jota de Añover. El suelo tembló bajo el zapateado de centenares de pies, y en ese preciso instante la medalla estalló en un resplandor imposible de ocultar.
La gente, ajena al secreto, siguió bailando sin notar
que bajo sus pies se dibujaban, por un instante, los mismos símbolos grabados en el cobre. Lucía comprendió: la jota no era solo música, era el latido del sello, el cántico ancestral que mantenía cerrado el umbral.La figura dorada volvió a aparecer ante ella, invisible para todos los demás.
Lucía apretó la medalla con fuerza, y por un instante sintió que todo el pueblo contenía la respiración. La jota seguía vibrando en cada rincón de la plaza, y ella comprendió que no estaba sola: eran los pasos, las palmas, las risas y los brindis de todos los vecinos los que alimentaban el sello.
Alzó la medalla hacia el cielo, y el resplandor que brotó de ella se mezcló con los colores de los cohetes que aún chisporroteaban en lo alto. La sombra dorada sonrió, inclinando la cabeza en señal de respeto, antes de desvanecerse como polvo al viento. El portal quedó sellado una vez más, fortalecido por la alegría del pueblo.
Nadie se dio cuenta del prodigio. Todos seguían bailando, abrazados, con la música de la charanga retumbando contra las fachadas.
Lucía, liberada y feliz, guardó la medalla en su bolsillo, riendo con sus amigos como si nada hubiera ocurrido.
La jota alcanzó su clímax, y la plaza entera explotó en un júbilo desbordante. Los músicos soplaban con todas sus fuerzas, las botellas chocaban en brindis interminables, y la mañana de Añover de Tajo se llenó de un rumor eterno: el de un pueblo que, sin saberlo, había renovado su pacto con la luz.
EL PUEBLO, SU GENTE. SU MUSICA Y SU ALEGRIA ERAN LA LLAVE
Y así, cada 24 de agosto, cuando la diana despierta al pueblo, nadie sospecha que en cada paso y en cada nota se guarda un secreto. Solo Lucía lo sabe… y sonríe al bailar, sabiendo que el verdadero poder de Añover no está en un objeto mágico, sino en la alegría compartida de su gente.
“Dicen los más viejos de Añover de Tajo…
…que cada 24 de agosto, cuando los tres cohetes revientan en el cielo y la diana despierta al pueblo, no solo comienza la fiesta del patrón… también se renueva un pacto muy antiguo.
Francisco García Díaz, hijo de Añover
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